viernes, 22 de abril de 2011

Viernes Santo



La tarde del Viernes Santo presenta el drama inmenso de la muerte de Cristo en el Calvario. La cruz erguida sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y de esperanza.
 Es un día de duelo, el mayor de todos. Cristo muere. El dominio de la muerte, consecuencia del pecado, sobre todas nuestras vidas humanas alcanza incluso al jefe de la humanidad, el Hijo de Dios hecho hombre.

La Madre estaba allí, junto a la Cruz. No llegó de repente al Gólgota, desde que el discípulo amado la recordó en Caná, sin haber seguido paso a paso, con su corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula que ha seguido en todo la suerte de su Hijo, signo de contradicción como El, totalmente de su parte. Pero solemne y majestuosa como una Madre, la madre de todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la cruz de su Hijo. Maternidad del corazón, que se ensancha con la espada de dolor que la fecunda.

Jesús en la cruz, con un sufrimiento físico y moral muy grande, fue capaz de perdonar a los que lo ofendieron. 
Las “siete palabras" de Jesús son el testamento que nos deja al morir y emprender su partida al Padre:
• Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
• En verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el paraíso.
• Mujer ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu Madre.
• Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
• ¡Tengo sed!
• Todo está cumplido.
• Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.

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