sábado, 30 de octubre de 2010

El tapiz






Un buen hombre recibió una carta de un amigo. Le comunicaba que le iba a regalar un hermoso tapiz.
   
Era precioso –le decía- y la carta hacía los mayores elogios del tapiz. Todo él estaba bordado en oro, representaba primorosamente unas escenas bellistas de cacería, los colores estaban perfectamente conseguidos. Su valor era incalculable.
    
A los pocos días llamaron a su puerta para entregarle el tapiz. Lo desembaló a toda prisa, y al verlo, no pudo menos de sentirse defraudado. Aquello no era sino un montón de hilos mal distribuidos sin formar dibujo alguno inteligible. Aquí y allá veía nudos empalmados de cualquier manera. Por ningún sitio veía aquellas maravillosas escenas de cacería de que le había hablado. ¿No será todo fruto de la imaginación de mi amigo? Llegó a pensar. ¡Tantos elogios para tan poca cosa!
   
De repente, y casi sin advertirlo, dio la vuelta al regalo y respiró aliviado. Desgraciadamente lo había estado mirando del revés. Ahora sí pudo admirar lo riquísimos matices de los colores, las bellas escenas representadas… En fin, le pareció que su amigo se había quedado corto en las alabanzas.
   
Así nos ocurre a nosotros con el sufrimiento. Depende de por donde lo miremos. Mirado del lado de acá nos parece un sin sentido, un absurdo. Visto desde los ojos de Dios puede convertirse para nosotros en una ocasión maravillosa para encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos, con los demás y con el mismo Dios.
   
Popular persa

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